Este libro es uno de los 59 títulos seleccionados en el segundo boletín del Comité de valoración de libros Troquel.
Puede tomarse como una declaración de principios o una forma de entender el oficio: “Publicamos libros para lectores sin edad y con capacidad de asombro”. Eso es Limonero, una incipiente editorial argentina, que brega por difundir el libro ilustrado, y que hasta el momento ha publicado cuatro obras. Tres de ellas son traducciones y Eso no se hace asoma como su primera campeada local.
Laura Wittner (poeta, traductora, bloguera) y Carlos Junowicz dan vida a este poema y álbum ilustrado que habla de dos mundos. Uno de ellos comienza en la portada gris, con una ventana cerrada y dos aves revoloteando cerca.
¿Qué es lo que se hace?
¿Qué no?
Primero se abre la ventana y emerge un joven de pelo crespo, un poeta adolescente, que ya luego en el interior del hogar, con una luz cálida, comienza a escribir como si de un juego se tratara: “Los tigres no titilan. / Los minutos no salpican”.
La continuación de este poema gobernado por el no cambia tanto de personaje como de escenificación. El poeta adolescente da paso a un niño común y silvestre que irá caminando la ciudad mientras resuenan los versos marcados por este adverbio de negación. La atmósfera que logra crear Carlos Junowicz (este es su primer libro) es inquietante; el niño en su deambular pareciera ir aprehendiendo la poesía.
Si es así, tratamos con un texto que se inclina hacia un arte poética, como ya ha sugerido la lectura del crítico Germán Machado. Entonces, para descubrir el segundo mundo que se avecina caen de pie estas palabras de Vicente Huidobro: “Que el verso sea como una llave/ que abra mil puertas”.
Sin perder el ritmo, Laura Wittner (o mejor dicho, el poeta adolescente) pega un giro, interpela al lector y le dice: “Pero mientras leías este poema titilaron los tigres/ y hubo azúcares tronando y minutos salpicando”. Desde allí, la ilustración nos sumerge en un mundo diferente, donde la libertad de imaginar ha sido reivindicada y reinventada. Y quien lo hace, a fin de cuentas, es el lenguaje.
La palabra se transforma en fiesta; explota de dicha. Pero a no engañarse, este goce ha costado. Si en un primer momento las palabras dolían y luego terminan siendo éxtasis es, en gran medida, por mediación del oficio poético. Y, a mí modo de ver, ese esfuerzo por destrabar el cajón donde queda muchas veces relegada la poesía es representado por la tortuga quien, página a página, avanza hasta situar en una doble página excelsa a los dos protagonistas, el niño y el poeta. Debemos poner atención a esa imagen en la cual poeta y niño se miran desde distintos ángulos porque allí radican viejas posibilidades de entender la vida.
Bien Limonero. Bien porque cumple con creces lo que promete. Al menos yo, tomo el camino que se pierde en la curva de esta última página y vuelvo a transitar con asombro por las calles de mi ciudad.