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Travesías del hombre lobo

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En su tercera novela, Travesías del hombre lobo, la académica Lucía Guerra se sumerge en la vida de un asesino descarado que mata para sentirse poderoso y cuyos crímenes permanecen impunes a través de los años: escondidos en una sociedad clasista y machista que solo se preocupa de la vida y de la muerte de algunos de sus miembros.

En los días previos al 11de septiembre de 1973 un estudiante de letras, de nombre Antonio, comienza a sentir fuertes arrebatos de violencia. La ciudad de Santiago también se ha convertido en un campo de violencia entre los que apoyan el gobierno de Allende y los que quieren el golpe de Estado. En ese contexto el joven estudiante de clase acomodada comienza a sufrir una transformación que lo lleva a deambular por sectores distintos a los que acostumbraba –como la Vega, el río Mapocho y la antigua cárcel-  y a actuar con injustificada brutalidad con un par de mendigos que se encuentra en su camino.

Pero de día Antonio no es un tipo violento. O no parece serlo. Vive con sus abuelos, va  a a la universidad y no parece tener ningún problema serio: solo se queja de estar cansado de que en su casa lo traten como a un niño y de que su abuelo lo considere “un debilucho”. Eso sí Antonio se expresa en términos despectivos sobre la gente pobre: mira en menos a los obreros y los consideraba “gentuza ordinaria”, y cuando le pega al pordiosero en el Mapocho, dice sentir “desprecio y repugnancia hacia esa piltrafa humana”. Y es ese desprecio hacia la humanidad lo que lo lleva a convertirse en asesino de una joven que vivía en un prostíbulo: una mujer a la que amaba, pero a la que mata sin razón ni remordimiento en un barrio lejos de su casa. Porque en Travesías del hombre lobo la sexualidad y la violencia se viven en los márgenes, como en las novelas de Marta Brunet, y no en el espacio socio-cultural al que pertenece el protagonista. Lucía Guerra (Santiago, 1943), la autora del libro, además de académica, feminista y crítica literaria, vive hace décadas en Estados Unidos y desde esa distancia escribe esta novela sobre Chile, donde parte de la historia transcurre en los días previos al 11 de septiembre de 1973 y donde el protagonista –a pesar del paso del tiempo- parece haberse detenido en sus 20 años.

La novela nos muestra lo peor de nuestra sociedad, ese clasismo que aparece incluso en la muerte

La novela –la tercera que ha publicado la académica- intercala la voz del narrador desde el pasado con la voz presente del protagonista y nos muestra lo peor del ser humano: aquel que de día aparenta ser un hombre bueno –casado, profesor, sureño- pero que en su pasado y presente esconde varios asesinatos a su haber, todos perpetrados a prostitutas jóvenes que le recuerdan a la que mató un 10 de septiembre de 1973 cerca del Parque de los Reyes. La novela también nos muestra lo peor de nuestra sociedad, ese clasismo que aparece incluso en la muerte, y que se ve en el escaso interés que genera en la prensa, en la policía y en el Estado la muerte y desaparición de la gente pobre, de las prostitutas, de los abandonados. No deja de ser casual que entre las voces del asesino aparezca –como escondido entre los capítulos- la voz de una de las víctimas, quien desde la tumba nos narra su brutal muerte y nos aclara que su asesino no fue un monstruo, sino “un ser humano” que sigue libre deambulando entre la sociedad: “Por allí andará engañando a la gente con su buena facha que lo hace parecer totalmente normal hasta que otra noche vuelva a matar a una mujer”.

En ese sentido, Travesías del hombre lobo se hace parte de lo vemos todos los días: de las niñas de Alto Hospicio que nunca fueron encontradas, de la prostituta que muere incendiada en un departamento del barrio alto, de la escolar que fue asesinada por el hijo del guardia de su liceo, por nombrar algunos casos cercanos, y que apenas son nombradas por la prensa. Y también nos recuerda otras novelas recientes de la literatura chilena –como Racimo de Diego Zúñiga o Nancy de Bruno Lloret- donde los crímenes quedan impunes y los asesinos jamás son encontrados.

Antonio se siente poderoso tras sus primeros actos de violencia: le pega al niño mendigo y se va a casa satisfecho; mata a la pobre huérfana y no siente ningún remordimiento, solo temor a ser descubierto. Pero su crimen ocurre un día antes del golpe de Estado y queda olvidado en esos días de estado de sitio, en tiempos de otras muertes. Él mismo, años después, dice sentirse culpable y exculpado de este asesinato (y de otros que comete en el sur) y que lo hacen sentir mal, aunque nunca un criminal, y a la vez una víctima de algo que él y el lector desconoce -¿una brujería?, ¿una enfermedad?, ¿un instinto?- que lo hace convertirse de vez en cuando en un ser violento, en un asesino descarado que incluso siente que sus muertes no son nada comparadas con las otras muertes de la dictadura. En Travesías del hombre lobo, Lucía Guerra construye una novela seudo policial para hablar de temas más importantes: de los crímenes políticos de una época, de la lucha de clases y de la impunidad, y también de prácticas que todavía perviven en nuestra sociedad como el machismo y la violencia de género y que se esconden –como los crímenes de Antonio- bajo un manto de aparente normalidad.


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